Alcanzar el Este - por Francesc Sánchez
"El tren regional iba a lleno de gente que iba Francia. Nada más llegar a Portbou toda la gente del tren se bajó deprisa para pasar a la estación de Cervere que era un apeadero tercermundista inmenso lleno de trenes y lleno de gente."
Aventuras y desventuras de un interrail
Alcanzar el Este - por Francesc Sánchez
Barcelona – Portbou – Paris – Ámsterdam – Munich – Salzburgo – Viena – Budapest – Cracovia – Praga – Ámsterdam – Paris – Cervere – Barcelona.
Este es el viaje que hice en solitario entre Agosto y Septiembre de 1998 por media Europa tras ver un día de primavera propaganda del Interrail en la estación de Tarragona, y tras los parabienes que nos contó que tenía esta forma de viajar a unos cuantos una profesora de Latín y Griego.
Barcelona – Portbou – Cervere – Paris
El tren regional iba a lleno de gente que iba a Francia. Nada más llegar a Portbou toda la gente del tren se bajó deprisa para pasar a la estación de Cervere que era un apeadero tercermundista inmenso lleno de trenes y lleno de gente. Yo seguí a la gente y dí con un gendarme con mala uva al que le enseñe el pasaporte y no se que diablos me dijo. Como no sabía que tren elegir me subí a uno que iba hacia Paris. En el compartimiento –la primera vez que los palpaba- me tocó ir con una pareja de casi-viejos franceses que discutían sobre las bondades del TGV y las maldades del tren convencional. Al rato me recorrí todo el tren y me comí un bocata en uno de los entre-vagones. Conforme el tren se iba acercando a Paris subían centenares de personas, todos con tez oscura, procedentes de la inmensa periferia. El tren se atiborro de gente que iba de pie y que se apalancaba hasta en el suelo. En ese momento temí por mi bolsa.
Al llegar a Paris por la mañana estaba nublado. Me comí otro bocata en un parque que estaba al lado de la estación y me dí una vuelta por la ciudad. En una estación del metro un tipo en apariencia nada recomendable se quería pegar a mí tratando de hacerse mi amigo. Le dí esquinazo. Seguí dando vueltas y me subí al ultimo piso de las galerías Lafayette para ver que grande que es Paris. A la hora de la comida me comí una lata de berberechos con limón incluido en frente de una estación que ya no recuerdo el nombre. Todo esto con los bártulos a cuestas hasta que los dejé en una consigna de la estación del norte y me recorrí la ciudad a pata con mis botas. Gran error, terminé con unas ampollas del copón. Me recorrí los campos Elíseos, ví la torre Eiffel, y un monton de cosas más. Todo en Paris parecía más grande, hasta las palomas parecían más gordas. Conforme iban pasando las horas, y tras mojarme un poco por una lluvia inesperada, decidí volver a la estación del norte.
Paris – Ámsterdam
En la estación recibí una llamada de mis padres y otra inesperada que fue de quién fue y no fue de otra persona. El tren hacía Ámsterdam estaba repleto de mochileros. Al llegar a Bélgica se paró un buen rato y yo y unos cuantos nos bajemos al andén a tomar un poco de vino de mí bota. Llegue a Ámsterdam y se notaba el cambio de temperatura, hacia frío. Un elemento, un inglés, se ofreció a llevarme una bolsa mientras me acompañaba al hostal. Era un hostal cristiano con límite de horario por la noche, tras ese límite te cerraban la puerta y te quedabas en la calle. Allí conocí a un argentino y un francés con los que me recorrí la ciudad. Está llena de canales y casi siempre cae lluvia fina. Fuimos al barrio rojo y vimos una tipa –una prostituta- que desde el escaparate increpaba a unos turistas. El motivo no lo recuerdo bien pero diría que tenía que ver con las fotografías, está prohibido hacerles fotografías. Si no recuerdo mal, fue ese día, aunque bien podría haber sido más tarde, el que compre una caja llena de muchos puritos.
Ámsterdam – Munich
Mi intención era ir Copenhague. Ya en el tren me percate de que mi monedero había desaparecido. Me entró pánico. Rebusque en mi bolsa y por fortuna encontré mi tarjeta de crédito. El suceso tuvo que pasar en las taquillas de la estación de Ámsterdam cuando un elemento me pidió amablemente la hora. Horas después se ve que desengancharon parte del tren –yo estaba durmiendo y no me entere de nada- y éste iba más rápido. Más rápido pero en otra dirección. En lugar de ir a Copenhague estaba atravesando toda Alemania quién sabe con que destino. Avanzada la mañana llegamos a Munich. Me baje del tren y lo primero que ví, causándome cierta impresión, fue una pantalla de televisión gigante. Merodeando por la estación eché en falta una libreta y me dirigí, para ver si la encontraba, a la oficina de objetos perdidos. Una vez allí le pregunte –en inglés- al encargado si habían recogido la mencionada libreta, éste, mientras me miraba toda la cola de personas que había ahí –sería por mi acento- me enseñó varias libretas perdidas. Ninguna era la mía. Cargado con mis bártulos me decidí a dar una vuelta por la ciudad, pero pronto descubrí que la estación estaba alejada del centro, y en los tranvías hacían pagar también por las maletas, con lo que mi vuelta se limitó a los alrededores de la estación. Los recuerdos que vienen a la memoria son los de una infinidad de turcos merodeando y una iglesia como salida de la nada. No se ni como pero termine en una especie de casa okupa en la que encontré varios elementos alrededor de un tipo que estaba sentado en una mesa. Le dirigí varias palabras, no se bien bien con que intención, me supongo que para ver si me podía alojar, y el tipo me dijo que vendía drogas. Tras esta peculiar experiencia me dirigí de nuevo a la estación. Una vez allí, con un sueño y un cansancio del carajo, decidí subirme en otro tren, éste con dirección a Salzburgo.
Munich – Salzburgo
El viaje hasta Salzburgo duro unas horas. Una vez allí cambié los marcos alemanes que había sacado en Munich en moneda local y fui en busca de comida. Compre una barra de pan –es increíble la variedad que había-, algo de embutido y unos tomates. Entonces me recorrí la ciudad –que por cierto es de cuento- hasta que llegué a unos jardincitos cerca de un palacio y el río, allí me hice un bocata y me dispuse a comer. Al terminar cruce el río Salzach y desde lo alto, al lado de un montón de gente, me fumé unos pitillos. Luego pensé entre quedarme una noche o coger un nuevo tren. Se impuso la segunda opción. Mi destino esta vez era Viena. Me subí a un tren –que parecía de cercanías y no se porque extraña razón pensé que me llevaría a Viena- y al cabo de media hora apareció el revisor indicándome que el tren en cuestión iba a una ciudad de nombre impronunciable. Me baje en un lugar llamado Hallen y tomé otro tren de vuelta a Salzburgo. Ya en Salzburgo mire el tablón de anuncios y ví que el tren –esta vez uno de largo recorrido- estaba a punto de salir, así que fui a la carrera y logre subirme antes de que se cerraran las puertas de golpe.
Salzburgo – Viena
En el tren me alojé en un compartimiento en el que iba un tipo que sabía inglés y por lo que entendí era profesor o algo parecido. Llegue a Viena de noche y nuevamente me encontré con la problemática de buscar alojamiento. Si no recuerdo mal dejé la bolsa en una taquilla y empecé a andar por la ciudad. Vueltas y vueltas hasta que llegué a un parque en que se oía música de fondo. Me dirigí al lugar y me encontré con un montón de gente –jóvenes- en lo que parecía una discoteca al aire libre. Allí estuve hablando sobre precios y comida con una moza que era de Hungría. Al pasar las horas la fiesta se fue diluyendo y decidí ir a la estación. Saque mi bolsa de la taquilla y me dispuse a dormir unas horas en un banco hasta el amanecer. Llegado el momento ví en el tablón de anuncios algo que me dejó bastante descolocado, “Orient Express” con destino a Budapest. Pensé que el mítico tren debía ser de lujo y de pago, pero conforme se acercaba la hora de salida, me decidí y me subí al mismo. El propósito era llegar al Este.
Viena – Budapest
Las horas de cansancio, sueño y viaje en tren cada vez me pesaban más. Por fortuna el Orient Express era de lo más normal y corriente y no tuve que pagar ningún suplemento. Poco antes de salir de Austria pasó una militar a comprobar los pasaportes. Al entrar en Hungría, después de que me causara cierta impresión ver por la ventanilla un tren cargado de tanques, pasó un revisor que iba diciendo a la gente no se que historia sobre tasas. Me esperaba lo peor pero al final solo me comprobó el billete. Entrando en Budapest ví un espectáculo nuevamente de impresión: cientos de barracas y personas que vivían en ellas de cualquier manera. Antes de llegar a la estación una mujer argentina me dijó que me volviera a Viena que allí todo era más agradable. Por fin llegamos a la estación. El ambiente era muy diferente al resto de estaciones que había visitado, ésta estaba en obras, llena de tiendas y letreros, atiborrada de gente y con cierta semblanza a oriental. Me fije en uno de los letreros que anunciaba habitaciones por seis dólares. Me quedé con el nombre y la dirección y me dirigí al lugar. Budapest tiene un olor especial –no se si por el río Danubio o por el gas-, las aceras están hechas con el mismo material –parecía alquitrán- que la calzada, y está llena de pasos subterráneos. Conforme me acercaba al lugar –era una casa de huéspedes- me encontré con dos elementos igual de perdidos que yo. Uno era español (de Barcelona), en adelante Oriol el de Budapest, y otro peruano, del que no recuerdo el nombre (Quizá Marcos). Tras intercambiar algunas palabras llegamos a la casa de huéspedes. ¡Que descanso! ¡Por fin una cama!
Mi estancia en Budapest mayormente la compartí con Oriol y el peruano. La ciudad está dividida en dos por el río: a un lado Buda y al otro Pest donde estaba la casa de huespedes. En uno de los días que pase en la ciudad fuimos a una especie de castillo en Buda que contenía un museo de historia –increible- en su interior. En los alrededores había un tipo que jugaba al juego de la bolita y los tres potes sacando la pasta a los turistas. Ingenuamente el peruano tras ver que acertaba y ver que algunos ganaban –seguramente compinchados- apostó sobre doscientos dólares y los perdió. Este trágico incidente impediría una vuelta fácil para el peruano pero los hechos ya forman parte de otra historia de la que yo no fui participe. En otra ocasión fuimos de nuevo a Buda a buscar un albergue para ver que nos encontrábamos. Recuerdo vivamente lo espeluznante que nos pareció el lugar: pasillos llenos de tuberías con olor a gas y suciedad por un tubo. No encontramos a nadie y nos volvimos. Otro día me recorrí en solitario el mercado y los puentes –impresionante el Puente de las Cadenas desde el que se ven las barcazas por el río- y entré en un restaurante con banderas húngara y alemana en donde me zampe un fabuloso gulash. En otro momento recuerdo que yendo los tres andando cerca de un hotel un grupo de mujeres –eran prostitutas, aunque no lo parecían- nos pegaban miradas. Y llego el día. Oriol se fue de madrugada hacia Cracovia en autobús –él hacía la vuelta en Eurolines- para encontrarse allí con unos compañeros de viaje, y quedamos en que al día siguiente por la mañana ya nos encontraríamos en la estación de tren. Todo un tanto vago. Por la tarde fui con el peruano a la estación y me dispuse a coger un tren hacía Cracovia. Antes de subirme al tren compre una botella de tokay y otra de retsina. Él pensó en subir conmigo y colarse pero vaciló y se quedó en la estación. Ya en el tren me dispuse a buscar un compartimiento donde pasar las próximas horas. Budapest fue una buena elección que me repuso de fuerzas completamente.
Budapest – Cracovia
En el tren, después de percatarme que me dejé en el hostal mi cantimplora llena de agua (para el viaje), conocí a un padre y una hija pequeña que venían de Sofía e iban a Cracovia donde la madre estaba en un simposio de medicina. Se ve que estaba en primera clase y el revisor me indicó amablemente la segunda. En plena madrugada, cruzando Eslovaquia, apareció otro revisor para pedirme el billete y el pasaporte, horas más tarde –me supongo que el mismo revisor- me cerró la puerta por fuera. Quizá por mi seguridad. Por la mañana, ya en Polonia, aparecieron dos policías con pinta de nazis que hablaban polaco entre ellos y que me recriminaban –por lo que pude entender aunque no conocía y conozco nada de polaco- que reposara mis pies encima de un asiento. Horas después llegamos a Cracovia y al bajar lo primero que me impresionó fue el cambio de temperatura, hacia un frío de la hostia, lo segundo el ver un montón de soldados y vehículos militares. Mientras veía que Oriol el de Budapest no había venido a recibirme –realmente quedamos de una forma un tanto vaga- y pensaba que hacer en este extraño país, aparecieron unas chavalas que repartían propaganda de un hostal y yo ni cortó ni perezoso me decidí a acudir a dicho lugar. Con el mapa que me dieron cogí un tranvía hasta una parada determinada y me baje para buscar la calle. En estas que estaba andando y andando, buscando y buscando, que apareció un tipo y le pregunté en inglés donde estaba el hostal, y éste para mi sorpresa medio en inglés y medio en señas me dijo que me acompañaba y hasta me ayudaba con la bolsa. Llegamos al lugar y le dí las gracias diciéndome él que había sido un placer y que era militar. Dentro del hostal, que resultaba ser en realidad una residencia de estudiantes que en verano se abría a foráneos, me dio por preguntar a las chicas por si había españoles alojados. Me dijeron que había unos cuantos en una habitación –cuyos nombres vagamente me sonaban- y a esa me dirigí. Toque a la puerta y ¡sorpresa! me abrió un chaval y ví dentro que estaba Oriol el de Budapest. Tras reponernos de esta inmensa casualidad –diría algún supersticioso que ésta formaba parte del destino pues hacia un día que se habían cambiado de hostal- y las respectivas presentaciones me apalanqué en una cama y me dispuse a dormirla que buena falta me hacia.
Horas más tarde los cuatro decidimos ir a dar una vuelta por la ciudad y al atardecer dimos con un parque inmenso en el que había una mezcla entre una conmemoración de tiroleses venidos de expreso desde Alemania o Austria y una fiesta de la cerveza. Había una serie de mesas con un montón de vasos de cerveza y nos pudó la tentación. No se la de viajes que hicimos disimuladamente para bebernos vasos de cerveza. Lo último que recuerdo fue que terminamos hablando con un viejo –polaco- sobre Hitler y Stalin. Pille una del copón y me tuvieron que llevar casi en brazos al hostal sorteando a las chicas de la recepción, porque yo me alojaba sin pagar nada. Al día siguiente estos querían ir a Auschwitz y yo quería seguir descansando, pasando la resaca y reponiendo fuerzas. A medio día dí una vuelta por la ciudad y en las cercanías –creo- de la catedral me encontré de nuevo con el padre y la hija de la madre que estaba en el simposio de medicina. Entre bocado y bocado estuve a orillas del Vistula viendo a un montón de viejos jugando al ajedrez. Entonces, de vuelta al hostal, tuve un percance un tanto surrealista en el tranvía. Dos tipos vestidos a lo normal me pidieron el billete. Como es natural no llevaba billete –se compraban en los kioscos y para mí que nadie pagaba- y me querían multar con lo que para el nivel de vida local era una pasta gansa. Me negué en redondo y los tipos me querían llevar –según decían- a la comisaría, a lo cual yo les dije que hablaría con el consulado español. Me dijeron que no había consulado español en Cracovia por lo que les dije que hablaría con el británico. El caso es que tomaron mi pasaporte y nos bajamos del tranvía, allí según ellos esperaban encontrar algún policía, a lo que les dije que me parecía fantástico –no se en que estaría pensando-. El caso es que al momento me devolvieron el pasaporte y se fueron. Mi impresión del asunto ahora desde la distancia temporal es que o bien los tipos no eran ninguna autoridad y se dedicaban a sacar pasta a los turistas o bien me salve de una buena, algo temerario en cualquier caso. Por la noche llegaron mis cuatro nuevos compañeros contándome lo mucho que les impresionó el campo de concentración. Entre bocado y bocado estuvimos de parloteo con unas inglesas y nos fuimos a dormirla. Al día siguiente estos se iban no recuerdo bien a que lugar en el Eurolines y yo mientras tanto hice tiempo en una plaza –diría que la más importante de Cracovia- donde compré dos juegos muy chulos de ajedrez, uno grande y otro en miniatura. Mi próximo destino por recomendación y motivación propia fue ir a la ciudad del Golem y de Kafka: Praga.
Cracovia – Praga
Poco recuerdo de mi viaje de Cracovia a Praga, seguramente fue muy tranquilo. Llegué a la estación –es subterránea- y me dirigí a una oficina de turismo donde reservé un par de días en un hostal. Pille el metro sin billete –no habían portezuelas donde picar billetes por lo que supuse –más bien quise suponer- que sería gratis- y llegue a mi destino, no muy lejos de la otra orilla del río Moldaba. El hostal era nuevamente una residencia de estudiantes y la habitación estaba muy bien. Praga es una ciudad pequeña que conserva muy bien sus murallas y sus puertas medievales. En las plazas del centro multitud de individuos tocaban instrumentos, en una de ellas por la tarde hasta había una orquesta que tocaba jazz. Uno de los días que estuve en Praga –estuve prácticamente una semana- subí al castillo a través de unas interminables escaleras, que en uno de sus puntos daba a una calle en la que había vivido Kafka. Otro día, por la noche, fui a un bar musical donde tocaban jazz, y me bebí un whisky por una miseria. Un día buscando estaciones, preguntando, dí con un chaval que quería hacerse entender en inglés y por señas, entonces ni corto ni perezoso entró conmigo en una librería buscando un diccionario para poder comunicarse. Fueron días para dar vueltas por la ciudad, para descansar y reflexionar. Y llegó el día en que ya pensaba en ir volviendo.
Praga – Ámsterdam
Mi destino era nuevamente Ámsterdam. Al poco de pasar la frontera alemana apareció por mi compartimiento un tipo que hacia una serie de preguntas en alemán que lógicamente no entendía. Me señaló su brazo y pude ver que se trataba de un policía de fronteras. En inglés me preguntó si llevaba algo a declarar, bebida, tabaco, cosas por el estilo. Pensando en mis dos botellas le dije que no llevaba nada, le enseñe mi pasaporte (no se porque extraña razón el tipo pensaba que era americano), y se fue. Cruzando Alemania el tren pasó por Frankfurt y de lejos se veían los rascacielos, de cerca casitas de lujo. Más tarde entró en mi compartimiento un grupo de negros tocando el tambor. Iban a no se que festival en no se donde y estuvieron amenizando el viaje todo el rato, hasta me dieron una cerveza y unas pastas. Y llegué a Ámsterdam. La visita era por poco tiempo porque desde ahí quería pillar otro tren para llegar a París. Me dí un voltio y se me ocurrió entrar en un coffee shop y pedir la lista y compré una pequeña pieza de hachis afgano. Muy relajante.
Ámsterdam – Paris
Esta vez me tocó ir en el compartimiento con un suizo que iba cargadísimo de todo tipo de drogas –en teoría- blandas. Pasamos la noche entre canuto y canuto, con lo que dormimos muy bien, hasta llegar a Paris. Allí en la estación, el suizo se metió todas sus drogas en los calzoncillos, y tras esto subieron un montón de gendarmes con mala uva que abrieron el compartimiento y exhalaron una bocanada de aire mientras nos miraban con ojos inquisidores. Le pidieron el pasaporte al suizo, lo comprobaron, y se lo devolvieron con amabilidad. Me lo pidieron a mí y a ver que era de Barcelona se echaron a reír. Me dijeron que me iban a cachear la bolsa. Al parecer pensaron que el que iba cargado de drogas era yo. Así de repente, viéndome ya entre rejas por mi minúscula pieza de hachis afgano que estaba escondida en lo más profundo de mi bolsa, se me ocurrió sacarles la caja de puros que había comprado en Ámsterdam y ofrecerles a los gendarmes. Estos me miraron con cara benévola, diciéndome que me iban a cachear, y se fueron a otro compartimiento. Entonces pensé ‘ésta es la mía’ y baje del tren a toda prisa viendo que en el andén habían colocado una hilera inmensa de mochillas y bolsas con intención de cachearlas. Caminando rápido y pensando ‘piernas para que os quiero’ desaparecí del andén y dí con unas chavalas que repartían propaganda de un hostal.
Como era de buena mañana –aún no había amanecido- me tuve que esperar en la recepción. En este hostal conocí a un argentino que era judío y me dijo que había estado en Israel -llevaba pasaporte israelí- hasta que le tocaba hacer el servicio militar –son tres años- y decidió largarse. Me recorrí Paris de arriba abajo y comprobé que las palomas seguían igual de gordas. El hostal recuerdo que era un fumadero de hachis y esto hizo enfadar a los dueños –que creo que eran turcos- con el argentino. Ese día por poco lo dejan tirado en la calle. Con el susodicho también recorrí la ciudad, esta vez fumado, tras fumarnos el hachis que nos dieron unos chavales americanos judíos. Y llegó el día de irme.
Paris – Cervere – Portbou – Barcelona
Nuevamente estaba a bordo de un tren. Ya prácticamente al final de mi viaje. Me senté en donde pude y al rato apareció un tipo acompañado de un viejo que no se que demonios me decía pero parecían maldiciones. El tipo que acompañaba al viejo me dijo que estaba en su asiento y que si me podía cambiar. Estuve a punto de mandar al acompañante y al viejo al diablo pero me retuve y me senté en otro sitio. El resto del viaje fue tranquilo. En Portbou me tomé un café y me comí una pasta y me subí al tren regional hasta Barcelona. Mi viaje había concluido.
- - -
Meses después en una salida nocturna por Barcelona me encontré –nuevamente- casualmente a Oriol el de Budapest y sus amigos en un bar musical. Me enteré que en el viaje de marras Oriol había vuelto a buscar al peruano y los dos colándose en un montón de trenes –con sus consecuentes multas y hasta juicios que nunca se celebraron- llegaron a España. Las casualidades existen. Tiempo después contacté con él –ya de expreso- y quedamos varias veces, hasta me envío algunas cartas desde Israel donde se había ido a pasar unos días a un kibutz. El último contacto que tuve con él fue a su vuelta y desde entonces no he vuelto a saber nada más de él.
Francesc Sánchez – Marlowe. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 8 Julio 2009.
Aventuras y desventuras de un interrail
Alcanzar el Este - por Francesc Sánchez
Barcelona – Portbou – Paris – Ámsterdam – Munich – Salzburgo – Viena – Budapest – Cracovia – Praga – Ámsterdam – Paris – Cervere – Barcelona.
Este es el viaje que hice en solitario entre Agosto y Septiembre de 1998 por media Europa tras ver un día de primavera propaganda del Interrail en la estación de Tarragona, y tras los parabienes que nos contó que tenía esta forma de viajar a unos cuantos una profesora de Latín y Griego.
Barcelona – Portbou – Cervere – Paris
El tren regional iba a lleno de gente que iba a Francia. Nada más llegar a Portbou toda la gente del tren se bajó deprisa para pasar a la estación de Cervere que era un apeadero tercermundista inmenso lleno de trenes y lleno de gente. Yo seguí a la gente y dí con un gendarme con mala uva al que le enseñe el pasaporte y no se que diablos me dijo. Como no sabía que tren elegir me subí a uno que iba hacia Paris. En el compartimiento –la primera vez que los palpaba- me tocó ir con una pareja de casi-viejos franceses que discutían sobre las bondades del TGV y las maldades del tren convencional. Al rato me recorrí todo el tren y me comí un bocata en uno de los entre-vagones. Conforme el tren se iba acercando a Paris subían centenares de personas, todos con tez oscura, procedentes de la inmensa periferia. El tren se atiborro de gente que iba de pie y que se apalancaba hasta en el suelo. En ese momento temí por mi bolsa.
Al llegar a Paris por la mañana estaba nublado. Me comí otro bocata en un parque que estaba al lado de la estación y me dí una vuelta por la ciudad. En una estación del metro un tipo en apariencia nada recomendable se quería pegar a mí tratando de hacerse mi amigo. Le dí esquinazo. Seguí dando vueltas y me subí al ultimo piso de las galerías Lafayette para ver que grande que es Paris. A la hora de la comida me comí una lata de berberechos con limón incluido en frente de una estación que ya no recuerdo el nombre. Todo esto con los bártulos a cuestas hasta que los dejé en una consigna de la estación del norte y me recorrí la ciudad a pata con mis botas. Gran error, terminé con unas ampollas del copón. Me recorrí los campos Elíseos, ví la torre Eiffel, y un monton de cosas más. Todo en Paris parecía más grande, hasta las palomas parecían más gordas. Conforme iban pasando las horas, y tras mojarme un poco por una lluvia inesperada, decidí volver a la estación del norte.
Paris – Ámsterdam
En la estación recibí una llamada de mis padres y otra inesperada que fue de quién fue y no fue de otra persona. El tren hacía Ámsterdam estaba repleto de mochileros. Al llegar a Bélgica se paró un buen rato y yo y unos cuantos nos bajemos al andén a tomar un poco de vino de mí bota. Llegue a Ámsterdam y se notaba el cambio de temperatura, hacia frío. Un elemento, un inglés, se ofreció a llevarme una bolsa mientras me acompañaba al hostal. Era un hostal cristiano con límite de horario por la noche, tras ese límite te cerraban la puerta y te quedabas en la calle. Allí conocí a un argentino y un francés con los que me recorrí la ciudad. Está llena de canales y casi siempre cae lluvia fina. Fuimos al barrio rojo y vimos una tipa –una prostituta- que desde el escaparate increpaba a unos turistas. El motivo no lo recuerdo bien pero diría que tenía que ver con las fotografías, está prohibido hacerles fotografías. Si no recuerdo mal, fue ese día, aunque bien podría haber sido más tarde, el que compre una caja llena de muchos puritos.
Ámsterdam – Munich
Mi intención era ir Copenhague. Ya en el tren me percate de que mi monedero había desaparecido. Me entró pánico. Rebusque en mi bolsa y por fortuna encontré mi tarjeta de crédito. El suceso tuvo que pasar en las taquillas de la estación de Ámsterdam cuando un elemento me pidió amablemente la hora. Horas después se ve que desengancharon parte del tren –yo estaba durmiendo y no me entere de nada- y éste iba más rápido. Más rápido pero en otra dirección. En lugar de ir a Copenhague estaba atravesando toda Alemania quién sabe con que destino. Avanzada la mañana llegamos a Munich. Me baje del tren y lo primero que ví, causándome cierta impresión, fue una pantalla de televisión gigante. Merodeando por la estación eché en falta una libreta y me dirigí, para ver si la encontraba, a la oficina de objetos perdidos. Una vez allí le pregunte –en inglés- al encargado si habían recogido la mencionada libreta, éste, mientras me miraba toda la cola de personas que había ahí –sería por mi acento- me enseñó varias libretas perdidas. Ninguna era la mía. Cargado con mis bártulos me decidí a dar una vuelta por la ciudad, pero pronto descubrí que la estación estaba alejada del centro, y en los tranvías hacían pagar también por las maletas, con lo que mi vuelta se limitó a los alrededores de la estación. Los recuerdos que vienen a la memoria son los de una infinidad de turcos merodeando y una iglesia como salida de la nada. No se ni como pero termine en una especie de casa okupa en la que encontré varios elementos alrededor de un tipo que estaba sentado en una mesa. Le dirigí varias palabras, no se bien bien con que intención, me supongo que para ver si me podía alojar, y el tipo me dijo que vendía drogas. Tras esta peculiar experiencia me dirigí de nuevo a la estación. Una vez allí, con un sueño y un cansancio del carajo, decidí subirme en otro tren, éste con dirección a Salzburgo.
Munich – Salzburgo
El viaje hasta Salzburgo duro unas horas. Una vez allí cambié los marcos alemanes que había sacado en Munich en moneda local y fui en busca de comida. Compre una barra de pan –es increíble la variedad que había-, algo de embutido y unos tomates. Entonces me recorrí la ciudad –que por cierto es de cuento- hasta que llegué a unos jardincitos cerca de un palacio y el río, allí me hice un bocata y me dispuse a comer. Al terminar cruce el río Salzach y desde lo alto, al lado de un montón de gente, me fumé unos pitillos. Luego pensé entre quedarme una noche o coger un nuevo tren. Se impuso la segunda opción. Mi destino esta vez era Viena. Me subí a un tren –que parecía de cercanías y no se porque extraña razón pensé que me llevaría a Viena- y al cabo de media hora apareció el revisor indicándome que el tren en cuestión iba a una ciudad de nombre impronunciable. Me baje en un lugar llamado Hallen y tomé otro tren de vuelta a Salzburgo. Ya en Salzburgo mire el tablón de anuncios y ví que el tren –esta vez uno de largo recorrido- estaba a punto de salir, así que fui a la carrera y logre subirme antes de que se cerraran las puertas de golpe.
Salzburgo – Viena
En el tren me alojé en un compartimiento en el que iba un tipo que sabía inglés y por lo que entendí era profesor o algo parecido. Llegue a Viena de noche y nuevamente me encontré con la problemática de buscar alojamiento. Si no recuerdo mal dejé la bolsa en una taquilla y empecé a andar por la ciudad. Vueltas y vueltas hasta que llegué a un parque en que se oía música de fondo. Me dirigí al lugar y me encontré con un montón de gente –jóvenes- en lo que parecía una discoteca al aire libre. Allí estuve hablando sobre precios y comida con una moza que era de Hungría. Al pasar las horas la fiesta se fue diluyendo y decidí ir a la estación. Saque mi bolsa de la taquilla y me dispuse a dormir unas horas en un banco hasta el amanecer. Llegado el momento ví en el tablón de anuncios algo que me dejó bastante descolocado, “Orient Express” con destino a Budapest. Pensé que el mítico tren debía ser de lujo y de pago, pero conforme se acercaba la hora de salida, me decidí y me subí al mismo. El propósito era llegar al Este.
Viena – Budapest
Las horas de cansancio, sueño y viaje en tren cada vez me pesaban más. Por fortuna el Orient Express era de lo más normal y corriente y no tuve que pagar ningún suplemento. Poco antes de salir de Austria pasó una militar a comprobar los pasaportes. Al entrar en Hungría, después de que me causara cierta impresión ver por la ventanilla un tren cargado de tanques, pasó un revisor que iba diciendo a la gente no se que historia sobre tasas. Me esperaba lo peor pero al final solo me comprobó el billete. Entrando en Budapest ví un espectáculo nuevamente de impresión: cientos de barracas y personas que vivían en ellas de cualquier manera. Antes de llegar a la estación una mujer argentina me dijó que me volviera a Viena que allí todo era más agradable. Por fin llegamos a la estación. El ambiente era muy diferente al resto de estaciones que había visitado, ésta estaba en obras, llena de tiendas y letreros, atiborrada de gente y con cierta semblanza a oriental. Me fije en uno de los letreros que anunciaba habitaciones por seis dólares. Me quedé con el nombre y la dirección y me dirigí al lugar. Budapest tiene un olor especial –no se si por el río Danubio o por el gas-, las aceras están hechas con el mismo material –parecía alquitrán- que la calzada, y está llena de pasos subterráneos. Conforme me acercaba al lugar –era una casa de huéspedes- me encontré con dos elementos igual de perdidos que yo. Uno era español (de Barcelona), en adelante Oriol el de Budapest, y otro peruano, del que no recuerdo el nombre (Quizá Marcos). Tras intercambiar algunas palabras llegamos a la casa de huéspedes. ¡Que descanso! ¡Por fin una cama!
Mi estancia en Budapest mayormente la compartí con Oriol y el peruano. La ciudad está dividida en dos por el río: a un lado Buda y al otro Pest donde estaba la casa de huespedes. En uno de los días que pase en la ciudad fuimos a una especie de castillo en Buda que contenía un museo de historia –increible- en su interior. En los alrededores había un tipo que jugaba al juego de la bolita y los tres potes sacando la pasta a los turistas. Ingenuamente el peruano tras ver que acertaba y ver que algunos ganaban –seguramente compinchados- apostó sobre doscientos dólares y los perdió. Este trágico incidente impediría una vuelta fácil para el peruano pero los hechos ya forman parte de otra historia de la que yo no fui participe. En otra ocasión fuimos de nuevo a Buda a buscar un albergue para ver que nos encontrábamos. Recuerdo vivamente lo espeluznante que nos pareció el lugar: pasillos llenos de tuberías con olor a gas y suciedad por un tubo. No encontramos a nadie y nos volvimos. Otro día me recorrí en solitario el mercado y los puentes –impresionante el Puente de las Cadenas desde el que se ven las barcazas por el río- y entré en un restaurante con banderas húngara y alemana en donde me zampe un fabuloso gulash. En otro momento recuerdo que yendo los tres andando cerca de un hotel un grupo de mujeres –eran prostitutas, aunque no lo parecían- nos pegaban miradas. Y llego el día. Oriol se fue de madrugada hacia Cracovia en autobús –él hacía la vuelta en Eurolines- para encontrarse allí con unos compañeros de viaje, y quedamos en que al día siguiente por la mañana ya nos encontraríamos en la estación de tren. Todo un tanto vago. Por la tarde fui con el peruano a la estación y me dispuse a coger un tren hacía Cracovia. Antes de subirme al tren compre una botella de tokay y otra de retsina. Él pensó en subir conmigo y colarse pero vaciló y se quedó en la estación. Ya en el tren me dispuse a buscar un compartimiento donde pasar las próximas horas. Budapest fue una buena elección que me repuso de fuerzas completamente.
Budapest – Cracovia
En el tren, después de percatarme que me dejé en el hostal mi cantimplora llena de agua (para el viaje), conocí a un padre y una hija pequeña que venían de Sofía e iban a Cracovia donde la madre estaba en un simposio de medicina. Se ve que estaba en primera clase y el revisor me indicó amablemente la segunda. En plena madrugada, cruzando Eslovaquia, apareció otro revisor para pedirme el billete y el pasaporte, horas más tarde –me supongo que el mismo revisor- me cerró la puerta por fuera. Quizá por mi seguridad. Por la mañana, ya en Polonia, aparecieron dos policías con pinta de nazis que hablaban polaco entre ellos y que me recriminaban –por lo que pude entender aunque no conocía y conozco nada de polaco- que reposara mis pies encima de un asiento. Horas después llegamos a Cracovia y al bajar lo primero que me impresionó fue el cambio de temperatura, hacia un frío de la hostia, lo segundo el ver un montón de soldados y vehículos militares. Mientras veía que Oriol el de Budapest no había venido a recibirme –realmente quedamos de una forma un tanto vaga- y pensaba que hacer en este extraño país, aparecieron unas chavalas que repartían propaganda de un hostal y yo ni cortó ni perezoso me decidí a acudir a dicho lugar. Con el mapa que me dieron cogí un tranvía hasta una parada determinada y me baje para buscar la calle. En estas que estaba andando y andando, buscando y buscando, que apareció un tipo y le pregunté en inglés donde estaba el hostal, y éste para mi sorpresa medio en inglés y medio en señas me dijo que me acompañaba y hasta me ayudaba con la bolsa. Llegamos al lugar y le dí las gracias diciéndome él que había sido un placer y que era militar. Dentro del hostal, que resultaba ser en realidad una residencia de estudiantes que en verano se abría a foráneos, me dio por preguntar a las chicas por si había españoles alojados. Me dijeron que había unos cuantos en una habitación –cuyos nombres vagamente me sonaban- y a esa me dirigí. Toque a la puerta y ¡sorpresa! me abrió un chaval y ví dentro que estaba Oriol el de Budapest. Tras reponernos de esta inmensa casualidad –diría algún supersticioso que ésta formaba parte del destino pues hacia un día que se habían cambiado de hostal- y las respectivas presentaciones me apalanqué en una cama y me dispuse a dormirla que buena falta me hacia.
Horas más tarde los cuatro decidimos ir a dar una vuelta por la ciudad y al atardecer dimos con un parque inmenso en el que había una mezcla entre una conmemoración de tiroleses venidos de expreso desde Alemania o Austria y una fiesta de la cerveza. Había una serie de mesas con un montón de vasos de cerveza y nos pudó la tentación. No se la de viajes que hicimos disimuladamente para bebernos vasos de cerveza. Lo último que recuerdo fue que terminamos hablando con un viejo –polaco- sobre Hitler y Stalin. Pille una del copón y me tuvieron que llevar casi en brazos al hostal sorteando a las chicas de la recepción, porque yo me alojaba sin pagar nada. Al día siguiente estos querían ir a Auschwitz y yo quería seguir descansando, pasando la resaca y reponiendo fuerzas. A medio día dí una vuelta por la ciudad y en las cercanías –creo- de la catedral me encontré de nuevo con el padre y la hija de la madre que estaba en el simposio de medicina. Entre bocado y bocado estuve a orillas del Vistula viendo a un montón de viejos jugando al ajedrez. Entonces, de vuelta al hostal, tuve un percance un tanto surrealista en el tranvía. Dos tipos vestidos a lo normal me pidieron el billete. Como es natural no llevaba billete –se compraban en los kioscos y para mí que nadie pagaba- y me querían multar con lo que para el nivel de vida local era una pasta gansa. Me negué en redondo y los tipos me querían llevar –según decían- a la comisaría, a lo cual yo les dije que hablaría con el consulado español. Me dijeron que no había consulado español en Cracovia por lo que les dije que hablaría con el británico. El caso es que tomaron mi pasaporte y nos bajamos del tranvía, allí según ellos esperaban encontrar algún policía, a lo que les dije que me parecía fantástico –no se en que estaría pensando-. El caso es que al momento me devolvieron el pasaporte y se fueron. Mi impresión del asunto ahora desde la distancia temporal es que o bien los tipos no eran ninguna autoridad y se dedicaban a sacar pasta a los turistas o bien me salve de una buena, algo temerario en cualquier caso. Por la noche llegaron mis cuatro nuevos compañeros contándome lo mucho que les impresionó el campo de concentración. Entre bocado y bocado estuvimos de parloteo con unas inglesas y nos fuimos a dormirla. Al día siguiente estos se iban no recuerdo bien a que lugar en el Eurolines y yo mientras tanto hice tiempo en una plaza –diría que la más importante de Cracovia- donde compré dos juegos muy chulos de ajedrez, uno grande y otro en miniatura. Mi próximo destino por recomendación y motivación propia fue ir a la ciudad del Golem y de Kafka: Praga.
Cracovia – Praga
Poco recuerdo de mi viaje de Cracovia a Praga, seguramente fue muy tranquilo. Llegué a la estación –es subterránea- y me dirigí a una oficina de turismo donde reservé un par de días en un hostal. Pille el metro sin billete –no habían portezuelas donde picar billetes por lo que supuse –más bien quise suponer- que sería gratis- y llegue a mi destino, no muy lejos de la otra orilla del río Moldaba. El hostal era nuevamente una residencia de estudiantes y la habitación estaba muy bien. Praga es una ciudad pequeña que conserva muy bien sus murallas y sus puertas medievales. En las plazas del centro multitud de individuos tocaban instrumentos, en una de ellas por la tarde hasta había una orquesta que tocaba jazz. Uno de los días que estuve en Praga –estuve prácticamente una semana- subí al castillo a través de unas interminables escaleras, que en uno de sus puntos daba a una calle en la que había vivido Kafka. Otro día, por la noche, fui a un bar musical donde tocaban jazz, y me bebí un whisky por una miseria. Un día buscando estaciones, preguntando, dí con un chaval que quería hacerse entender en inglés y por señas, entonces ni corto ni perezoso entró conmigo en una librería buscando un diccionario para poder comunicarse. Fueron días para dar vueltas por la ciudad, para descansar y reflexionar. Y llegó el día en que ya pensaba en ir volviendo.
Praga – Ámsterdam
Mi destino era nuevamente Ámsterdam. Al poco de pasar la frontera alemana apareció por mi compartimiento un tipo que hacia una serie de preguntas en alemán que lógicamente no entendía. Me señaló su brazo y pude ver que se trataba de un policía de fronteras. En inglés me preguntó si llevaba algo a declarar, bebida, tabaco, cosas por el estilo. Pensando en mis dos botellas le dije que no llevaba nada, le enseñe mi pasaporte (no se porque extraña razón el tipo pensaba que era americano), y se fue. Cruzando Alemania el tren pasó por Frankfurt y de lejos se veían los rascacielos, de cerca casitas de lujo. Más tarde entró en mi compartimiento un grupo de negros tocando el tambor. Iban a no se que festival en no se donde y estuvieron amenizando el viaje todo el rato, hasta me dieron una cerveza y unas pastas. Y llegué a Ámsterdam. La visita era por poco tiempo porque desde ahí quería pillar otro tren para llegar a París. Me dí un voltio y se me ocurrió entrar en un coffee shop y pedir la lista y compré una pequeña pieza de hachis afgano. Muy relajante.
Ámsterdam – Paris
Esta vez me tocó ir en el compartimiento con un suizo que iba cargadísimo de todo tipo de drogas –en teoría- blandas. Pasamos la noche entre canuto y canuto, con lo que dormimos muy bien, hasta llegar a Paris. Allí en la estación, el suizo se metió todas sus drogas en los calzoncillos, y tras esto subieron un montón de gendarmes con mala uva que abrieron el compartimiento y exhalaron una bocanada de aire mientras nos miraban con ojos inquisidores. Le pidieron el pasaporte al suizo, lo comprobaron, y se lo devolvieron con amabilidad. Me lo pidieron a mí y a ver que era de Barcelona se echaron a reír. Me dijeron que me iban a cachear la bolsa. Al parecer pensaron que el que iba cargado de drogas era yo. Así de repente, viéndome ya entre rejas por mi minúscula pieza de hachis afgano que estaba escondida en lo más profundo de mi bolsa, se me ocurrió sacarles la caja de puros que había comprado en Ámsterdam y ofrecerles a los gendarmes. Estos me miraron con cara benévola, diciéndome que me iban a cachear, y se fueron a otro compartimiento. Entonces pensé ‘ésta es la mía’ y baje del tren a toda prisa viendo que en el andén habían colocado una hilera inmensa de mochillas y bolsas con intención de cachearlas. Caminando rápido y pensando ‘piernas para que os quiero’ desaparecí del andén y dí con unas chavalas que repartían propaganda de un hostal.
Como era de buena mañana –aún no había amanecido- me tuve que esperar en la recepción. En este hostal conocí a un argentino que era judío y me dijo que había estado en Israel -llevaba pasaporte israelí- hasta que le tocaba hacer el servicio militar –son tres años- y decidió largarse. Me recorrí Paris de arriba abajo y comprobé que las palomas seguían igual de gordas. El hostal recuerdo que era un fumadero de hachis y esto hizo enfadar a los dueños –que creo que eran turcos- con el argentino. Ese día por poco lo dejan tirado en la calle. Con el susodicho también recorrí la ciudad, esta vez fumado, tras fumarnos el hachis que nos dieron unos chavales americanos judíos. Y llegó el día de irme.
Paris – Cervere – Portbou – Barcelona
Nuevamente estaba a bordo de un tren. Ya prácticamente al final de mi viaje. Me senté en donde pude y al rato apareció un tipo acompañado de un viejo que no se que demonios me decía pero parecían maldiciones. El tipo que acompañaba al viejo me dijo que estaba en su asiento y que si me podía cambiar. Estuve a punto de mandar al acompañante y al viejo al diablo pero me retuve y me senté en otro sitio. El resto del viaje fue tranquilo. En Portbou me tomé un café y me comí una pasta y me subí al tren regional hasta Barcelona. Mi viaje había concluido.
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Meses después en una salida nocturna por Barcelona me encontré –nuevamente- casualmente a Oriol el de Budapest y sus amigos en un bar musical. Me enteré que en el viaje de marras Oriol había vuelto a buscar al peruano y los dos colándose en un montón de trenes –con sus consecuentes multas y hasta juicios que nunca se celebraron- llegaron a España. Las casualidades existen. Tiempo después contacté con él –ya de expreso- y quedamos varias veces, hasta me envío algunas cartas desde Israel donde se había ido a pasar unos días a un kibutz. El último contacto que tuve con él fue a su vuelta y desde entonces no he vuelto a saber nada más de él.
Francesc Sánchez – Marlowe. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 8 Julio 2009.