La revuelta árabe XIV, y fin – por Francesc Sánchez

Hace seis años inicie este relato de la revuelta árabe ilusionado por un movimiento popular que salió a las plazas para exigir pan y libertad. Túnez y El Cairo ocuparon mucho tiempo para los que desde la distancia asistíamos a este movimiento tectónico que empezó a sacudir gran parte de un mundo árabe maltratado por la historia. Fue un lugar común el decir que los árabes se habían organizado por las novedosas redes sociales, aunque por ejemplo la mayoría de egipcios no dispone de acceso a Internet, pero si en cambio ve Al Jazzera, o que las protestas de los indignados en las plazas españolas recibían el legado de estos valientes árabes, aunque los contextos sean totalmente diferentes. Pero hasta la fecha nadie me ha sabido responder el porqué esto sucedió en ese justo momento y no años atrás, o porqué los árabes no siguieron manteniéndose quietos. Pocos prestaron atención a que esos movimientos de base de aluvión no estaban organizados políticamente y que sus autoproclamados líderes, maravillados por las palabras de Barack Obama en la Conferencia de El Cairo, y ensalzados por la prensa extranjera, eran personas anónimas o vivían exilados en el exterior. Nada de esto quiere decir desde luego que no hubiera razones para la revuelta y la prueba de ello es que al menos estas dos triunfaron. Pero más allá del impulso inicial fueron otros los que cogieron el relevo, los que siempre han estado ahí organizados en la clandestinidad, con un programa político que difiere al de estos revolucionarios primerizos.

El poder político más organizado en el mundo árabe es el de los Hermanos Musulmanes que ganó limpiamente unas elecciones en Egipto y en Túnez, país en el que formó un gobierno de coalición con las fuerzas laicas procedentes del régimen, que ha logrado hasta el momento salvar la situación. Este poder siempre ha estado sometido y proscrito por los militares, que fueron los que arrebataron la soberanía a las potencias europeas, modernizaron sus países, pero terminaron abandonando sus principios primerizos, laicos, panárabes y socialistas, convirtiéndose en la nueva clase dominante y haciendo la situación insostenible. Los militares durante todo esto tiempo han ejercido de barrera de contención del islam político, algo que, desde la revolución islámica de Irán, y la firma del Tratado de Paz entre Egipto e Israel, ha sido bien valorado por occidente. Muchos no entendieron el hecho que en Egipto los militares al igual que permitieron elecciones libres terminaron, con un importante apoyo popular y con el mutismo occidental, quitando del poder a los Hermanos Musulmanes. Pero antes de esto no había nada. Durante mucho tiempo la aceptación y el quietismo fue la norma por lo que nadie preveía ninguna revuelta, a no ser que fuera promovida por los Hermanos Musulmanes, como lo fue la rebelión siria de Hama en 1982, que fue reprimida brutalmente por Hafez Al Asad.

La prueba de lo que digo, de este enfrentamiento entre estas dos concepciones (la del islam político y la de los militares), vendría dada con la transformación de las revueltas en brutales guerras civiles como la siria que ha provocado más de 300.000 muertes. Las protestas en las ciudades sirias fueron reprimidas por el régimen, pero ahí ya algo funcionaba de otra manera, y fue más difícil ver a los jóvenes revolucionarios que buscaban pacíficamente derrocar la tiranía para exigir una democracia. Todo eso que sí se vivió en el caso egipcio y tunecino aquí derivo rápidamente, por la generalización de la violencia, en una guerra civil en la que hacía acto de presencia un novedoso Ejército Libre de Siria, integrado al principio por desertores y gente corriente, que entró pronto en combate con el ejército regular sirio. La inmensa mayoría eran musulmanes suníes, no apartados del poder en Siria, pero si relegados a un segundo lugar, en este peculiar equilibrio confesional, en el que la secta chiíta de los alauitas, la de los musulmanes drusos, y las diferentes sectas cristianas, arropan al Rais. Faltaba otro elemento, y este lo encontramos en el país que tenía la segunda mayor renta per cápita del continente africano.

Estamos hablando de Libia y de la destrucción del régimen por parte de unos desertores y jefes tribales apoyados por una coalición internacional del bloque occidental. Gadafi era un esperpento, pero sobre todo era un líder molesto que bombeaba millones de barriles de petróleo para luego vendérselos a sus enemigos. Las motivaciones de esta intervención internacional en mi opinión no fueron tan diferentes a las que hubo con la demolición de la dictadura baazista iraquí en el 2003, y sus consecuencias también son similares: la destrucción del estado y el despedazamiento del país, dejándolo en manos de quién dispone del mejor ejército de mercenarios y rebotados, convirtiendo el territorio en un agujero negro en el que se mueven los grupos yihadistas y los traficantes de esclavos, en donde todo desaparece. Este elemento, el de la intervención internacional se puso en marcha soterradamente en la guerra civil siria, cuando las potencias occidentales y las monarquías del Golfo Pérsico, armaron a sus respectivos aliados, para derrocar a Bashar Al Asad. Cuando la intervención directa del bloque occidental desapareció del horizonte todos los moderados se pasaron a Jabbat Al Nusra y al Estado Islámico. Cuando Rusia e Irán decidieron entrar en la guerra una suma importante de los refugiados intentaron alcanzar Europa.

Esta guerra en Oriente Medio que ha borrado de facto las fronteras de los Acuerdos de Sykes-Picot (por los que británicos y franceses, habiendo propiciado y envalentonado la rebelión árabe prometiéndoles a éstos un gran estado, se repartieron los despojos del Imperio otomano), y que ha provocado más de un millón de muertos (contando desde 2003), siete millones de refugiados (ubicados en Turquía, El Líbano y Jordania, que intentan alcanzar el territorio europeo desde Turquía pero también desde Libia, donde se suman a muchos más que llegan desde el África subsahariana huyendo de los conflictos armados olvidados y las penurias económicas), y más de diez millones desplazados internos (que se amontonan en la Siria progubernamental) es un microcosmos del terror, a nivel local (porque enfrenta a las diferentes facciones sirias, iraquíes y yemeníes), regional (porque enfrenta indirectamente a Arabia Saudita e Irán en una Guerra Fría regional a través de sus respectivos aliados, sin olvidar que ambas potencias están involucradas también directamente en el conflicto), y global (porque se han creado dos coaliciones internacionales que dicen combatir al Estados Islámico lideradas por Rusia y los Estados Unidos y porque las ramificaciones de lo que queda del Califato golpea donde puede).

Pero nos estamos desviando, este artículo pretende finalizar esta entrega sobre la revuelta árabe, hablando de esto mismo no de sus derivaciones. Hay dos argumentaciones opuestas sobre la revuelta que tuvieron mucha popularidad y que han resultado ser falsas. La primera de ellas fue considerar este movimiento tectónico como algo irreversible que con más o menos tropiezos finalmente iba a traer la democracia a estos países; y la segunda argumentación es la que viene a decirnos que los árabes por tener una tara genética o cultural son incompatibles con la democracia. Podemos esperar mil años para ver que sucede. Pero mientras tanto a esto digo: la democracia por aquellos que empuñan las armas en esta guerra ni se la espera ni se la desea. Precisamente por haber un estado de excepción permanente es imposible que pueda haberla. Puede que todo haya sido un espejismo, nos fijamos mucho en las plazas que nos retransmitía Al Jazzera, pero a veces olvidamos aquella otra imagen de la plaza Al Fardus de Bagdad tomada el 9 de abril de 2003, cuando unos marines derribaron una estatua de Sadam Husein, haciéndonos creer que la liberación era aceptada por todos, cuando en realidad fue el principio del desastre que hoy contemplamos.


Francesc Sánchez – Marlowe. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 29 Junio 2017.