El día de la marmota – por Francesc Sánchez


Te levantas e inicias una nueva jornada en la que todo parece repetirse. Y esto vale tanto para Bill Murray en el homónimo film como para Immanuel Kant cuando en su paseo diario por la ciudad de Königsberg daba la posibilidad para que los lugareños pusieran en hora sus relojes.  No tiene estrictamente nada de malo mientras te complazca. De hecho esto puede utilizarse si se quiere como un método de análisis de la realidad política y socioeconómica con su debido acotamiento en el tiempo y en el espacio, lo que entendemos en el periodismo como su contextualización, con el que podemos amontonar los hechos más significativos que elijamos para su conversión en hechos históricos. Sucede lo mismo con las grandes construcciones humanas. Tenemos múltiples ejemplos: las grandes ciudades mesopotámicas, los imperios egipcios, la eclosión de los fenicios y los griegos, el imperio romano, las entidades feudales, los estados modernos, la eclosión de las naciones y el parlamentarismo durante el ciclo revolucionario (en ambos lados del Atlántico), hasta alcanzar nuestros días. Esta línea temporal tildada por muchos con razón de etnocentrista fue elaborada por las élites en lo más alto de la pirámide para legitimar su poder a través de mitos y leyendas que durante mucho tiempo con su debida transmisión han formado parte del inconsciente colectivo de los pueblos. La cultura en el fondo, como el propio concepto de progreso desde esta perspectiva, no es más que una superposición por capas o estratos que se justifica y se legitima en el pasado. Por esa razón no hay imperio que dure para siempre, la civilización que esté en su apogeo tarde o temprano desaparecerá, dando paso a una de nueva que recogerá los restos de la anterior, repitiendo los mismos comportamientos tanto admirables como nefastos. Esto a grandes rasgos es los que mantenían hace mucho los estoicos y más tarde Friedrich Nietzsche cuando afirmaba que la historia es eterna y se repite circularmente: por mucho que nos movamos siempre nos encontramos en el mismo lugar.

Esto no quiere decir que la historia de la humanidad haya sido en balde, la propia existencia es ya en si misma lo más valioso que tenemos, en nuestro paso por este planeta por mucho que hayamos repetido los mismos errores, y cada nacimiento parezca marcado, hemos creado también cosas excepcionales: descendimos de los árboles, instrumentalizamos los objetos, dominamos el fuego, aprendimos a comunicarnos por la palabra, creamos la agricultura, y empezamos a explicar lo que nos rodea a través de la observación y la experimentación. Hasta encontramos tiempo para la sensibilidad artística que no es otra cosa que la expresión de nuestra interpretación del mundo. Este es el progreso de la humanidad en el que cada pueblo ha aportado voluntaria o involuntariamente su parte: desde las primitivas matemáticas de los griegos jónicos a los braceros africanos que fueron capturados y esclavizados. Nada justifica lo peor de nuestra historia pero no podemos esconder aquello más feo debajo de la alfombra. Este es el otro gran método de análisis del tiempo que identificamos como progreso, que tanto debe al pensamiento ilustrado pero también a la teoría de la evolución de las especies de Charles Darwin, en la que nos decía que sobrevive el que mejor se adapta al medio circundante. No obstante mientras la idea de progreso es en principio positiva la teoría de la evolución no representa ningún juicio de valor ético respecto a los demás: por eso el darwinismo social, una ideología etnocentrista que aplica la teoría biológica en las sociedades, precisamente justifica no solo la mejor adaptabilidad de los pueblos si no también una supuesta superioridad de unos con respecto a los otros. Y esto que sirvió de cuartada perfecta para civilizar a los barbaros durante el imperialismo europeo decimonónico no fue tan diferente al pensamiento religioso medieval de múltiples confesiones que no solo hacía dogma de fe del creacionismo sino que también, al mismo tiempo que salvaba las almas de los creyentes, dejaba al resto de la humanidad como infiel o como una subespecie.

Mientras los avances científicos y técnicos son un hecho empírico socialmente, como mantienen los materialistas históricos, dependemos de las estructuras compuestas a su vez por infraestructuras y superestructuras, las que nos pueden precipitar a la barbarie cuando desaparecen o por el contrario son las que pueden posibilitar una racionalización y realización de lo peor: en el fondo asistimos al viejo debate iniciado por Thomas Hobbes y Jean Jacques Rousseau en el que el primero describía al ser humano como un lobo con respecto a los demás, en estado de guerra permanente, siendo necesario el estado para controlarlo, el Leviatán, mientras que para el segundo esto mismo era el origen de muchos de los males de una humanidad que Rousseau, cuando nos habla del buen salvaje, creía buena y del todo inocente. Luego vendría el horror de las dos contiendas mundiales y el pensamiento de Theodor Adorno que mantenía que después de los campos de exterminio ya no se podía hacer poesía. Sin embargo la idea de progreso, cuestionada durante las guerras, tuvo su apogeo con la emergencia de las Naciones Unidas cuando la Asamblea General creó y aprobó la Carta de los Derechos Humanos. Los pueblos que se emanciparon de los imperios simbólicamente en la Conferencia de Bandung eran también progresistas, sin embargo cuando crearon sus propias tinieblas fagocitados por las dos superpotencias en el contexto de la Guerra Fría, se sembró la catástrofe hasta nuestros días. El hundimiento del adversario llevó a Francis Fukuyama a profetizar el fin de la historia, entendiendo este como enfrentamiento ideológico violento, por la adopción de todas las naciones del sistema democrático liberal, planteamiento que a juzgar por los hechos desde la caída del Muro de Berlín, no parece haberse cumplido, dando carta de naturaleza a la teoría del Choque de las Civilizaciones de Samuel P. Huntington, en la que el Islam para muchos ocupa la plaza vacante del comunismo.

Todo esto sigue su curso pendularmente e inexorablemente mientras rebrotan debates como el ecologista, preocupado con razón por nuestra relación con la naturaleza, que llevado a su máxima expresión colisiona inevitablemente con la idea de progreso (porque es matemáticamente imposible el crecimiento infinito en un planeta finito) dando sin pretenderlo insospechadas coberturas al pensamiento neo maltusianismo que nos asegura que no hay suficientes recursos para una humanidad cada vez más numerosa y exhausta, sin que muchos de los que defienden esta teoría se cuestionen ningún tipo de racionalización y reparto de estos recursos. En cualquier caso los intelectuales están más preocupados por las teorías sobre la identidad por los efectos de la globalización económica y cultural. El problema lo ha sembrado, o si queremos alumbrado, Zymunt Bauman cuando nos muestra que aquello que creíamos inamovible, como es lo más material (aquello que nos permite la existencia y realizarnos en este mundo) pero también lo más intangible (los principios y los valores), tanto en nuestra sociedad como en nuestra propia identidad como individuos ya no existe, pues tanto una cosa como la otra está en permanente transformación (algo que por otro lado ya lo había dicho el jónico Heráclito hace más de 2000 años cuando afirmaba “no te bañaras dos veces en el mismo río”, pero sentenciaba, “no obstante el rio permanece”), y la solución la ofrece entre otros Charles Taylor con su teoría del comunitarismo, que no es otra cosa que el regreso a aquello que nos une culturalmente con un determinado colectivo social, algo que desde siempre se ha aplicado en lo que entendíamos como el Tercer Mundo, y que ahora se propone su aplicación en las sociedades multiculturales de occidente como tabla de salvación a un mundo líquido que muchas veces conduce a la nada. Porque vamos a ver esto mismo, frente al fracaso de la modernidad en gran parte del mundo, es la razón de ser de la contestación de los desposeídos. Para finalizar esto que no son más que unos pensamientos en voz alta, o si se prefiere una conversación con todos vosotros, quiero terminar recordando a Gerardo Pereira Menaut, un amigo profesor con el que debatí en la distancia, que pese a que mantenía sus dudas razonables creía en el progreso de la humanidad porque conocía bien su historia, y sabía que cuanto menos, con pasos adelante y retrocesos, se puede avanzar si se quiere hacía algo mejor.

Francesc Sánchez – Marlowe. Barcelona.
Redactor, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 30 Septiembre 2016.